Diosa madre: divinidad luminosa y las flores como su más fuerte evocación
Dra. Carolina Narváez Martínez,
Grupo de Investigación Escritos de Mujeres, IISUE UNAM/Tres Guineas
“El olor de los primeros brotes de azucenas y el olor de las flores,
hace feliz el corazón y suscitan pensamientos justos”
Hildegarda de Bingen
Las diosas madres universales son figuras que han acompañado a la humanidad, lo han hecho como sostenedoras de la energía materna, primer poder creador nacido del origen que, a su vez, es generador de origen.
En la iniciación, la tierra conmovida por el verde determinante que también la hacía lo que era, dispuso a las sabias de la sensibilidad, sabias de infinita emotividad que tenían comunicación con la naturaleza, muy especialmente con la flora. Aquellas diosas tuvieron los dones del habla, comprendían los ritmos de las flores y conocían casi de manera exacta el compás de la vida de las plantas. Bajo esta sabiduría, la natura otorgó a estas Diosas encanto para la observación, paciencia para descifrar, magia suprema para escuchar el murmullo de los pétalos y el cantar de las hojas de los grandes árboles.
En su infinita bondad las diosas madres universales dejaban que la naturaleza compusiera sus propias melodías, no intervenían en ellas, pues de la libertad es de lo que se alimenta el origen. Si bien, las flores rojas, violetas y amarillas declinaban sus pétalos frente a la inmensa belleza de la Diosa Madre, lo hacían para mostrar que hasta en lo más profundo y oculto de ellas un misterio aguardaba para ser visto y relatado.
La Diosa Madre tiene la facultad de armonizar la cosecha de flores, al mismo tiempo que, tiene la potestad para recibir de ellas el néctar que sana o embellece. Cuando la tierra encontraba los fundamentos para ser parida entendió que nada debía ser explicado, algo antes ya existía, algo antes como fuerza mayor organizaba y disponía armoniosamente. La Madre de mil nombres originada en la mar y, por ello, la reina única de la corriente, de las olas y del barullo del agua con el aíre.
Las diosas madres son grandes oidoras, tienen pequeños filamentos invisibles que reparten por doquier; aquellas hebras conectivas son las plantas y con ellas las flores y las hojas las que le permiten extender su oído y guardar silencio para escuchar. Sus brazos inconmensurables lo abrazan todo, como origen conocen el cosmos todo. Absolutamente todo está bajo su influjo.
La diosa madre es, la anunciación primera de la madre, aquella que sentimos, representamos y conocemos, en la mayoría de los casos por habernos cuidado, alimentado y dado el habla. Mi interés por la diosa madre surgió a partir de percatarme de la influencia que tienen aquellas figuras sobre la naturaleza, especialmente sobre las plantas, al mismo tiempo que me hablaban de mi origen singular y único, mismo principio femenino matrístico.
Por la influencia cultural que me ha nutrido, la diosa madre que más he percibido a lo largo de mi vida es María de Nazareth; de una u otra manera, es la que me ha “tocado” por nacer en el tiempo y en el lugar que lo hice. La Madre María es solo otra de las figuras sobresalientes, que bien puede acompañarse de otras diosas: Isis la gran diosa madre reina de los dioses en Egipto y nacida de todo lo que es agua, o la gran diosa Cibeles existencia griega que representa a la madre tierra, diosa de la fertilidad, la naturaleza y los animales, o Yemayá orisha del pueblo egba en la mitología yoruba, o la Tonantzin de los pueblos mexicas que en nahuatl significa Nuestra madre en pervivencia a través de la gran Virgen de Guadalupe: TonantzinGuadalupe.
La Diosa Madre como deidad representa la energía femenina además de la fertilidad. Para algunas culturas esta diosa es representada como la Madre Tierra siendo, la personificación de la vida. En la tradición griega, Deméter es la diosa madre con una notoria representación en la naturaleza, de ahí que la asocien con la agricultura, lo nutricio y las verdes praderas. Heredera como muchas otras de las llaves que dan acceso a las riquezas naturales, era ella la que daba el fruto, ofrecía la vida y la protección de esta. Por Deméter y su amada hija Core conocemos que el tiempo del verano y la primavera son resultado de la dicha de estar juntas, ofreciendo sus grandes dones; al arribar el invierno se sabe que se efectúa la separación entre la hija y la madre por lo que la tierra decae y la naturaleza entra en un sueño profundo producto del rapto que convirtió a Core en Perséfone de la mano de un patriarca ya innombrable para mí.
Como la Madre María, estas diosas madres han sido unidas por un centenar de símbolos, el más relevante es la naturaleza, lugar en el que nace y se alberga la vida, espacio que recrea una y otra vez la sapiencia del origen que otorga el nacimiento y da vía a la muerte. Circunstancia única en la que las flores obedecen al acto sublime de pintarse de colores y dar en su néctar la sanación de la enfermedad y la pena.
Como poseedoras de la llave maestra, las diosas madres conocen el ritmo interno de la tierra, conducen los rebaños y descansan de la premura humana en el mar; espacio primordial que ya era antes de que todo existiera.
La gran Madre es la Madre del Todo. Ella es suelo primigenio, magna mater, matria primordial, aguas nutricias; es el horizonte y el umbral desde donde surgen los seres y donde se configuran las cosas en un orden que fundamentalmente es orden de nuestro conocimiento, o el orden posible para la emergencia de la comprensión. El firmamento, la tierra, el éter, el mar y el día constituyen la topología de un yacer que es horizonte, es decir, el escenario al interior del cual emergían los seres y se articularán los elementos en lo que constituye el habitar fundamental.[1]
Todo parece hacernos creer que el tiempo de la gran diosa ha pasado,[2] aquellas eras donde la Madre era reconocida y respetada. Sin saber y sabiendo hemos vivido el tiempo que han querido dibujar como el de la derrota de la gran madre, como inspiradora de la vida y de todo lo conocido. El tiempo del patriarcado.
Parece que hemos vivido un desgarrador corte de historias, una honda cortada en la que la genealogía femenina que evidentemente se ancló en la fuerza de la vida, en el carácter trasformador y en la gestación y el nacimiento fue borrado de la memoria femenina actual, transfiriendo vacío, inocuidad traducida en la falta de fuerza, y en la ausencia de conocimiento fructífero de lo humano y su creación, a sabiendas que, En la Gran Madre moran los seres y la naturaleza, los espíritus y las fuerzas, los sentimientos y las emociones, en una unidad que nos habla de la gran reunión del Todo.[3] Aquella Divinidad luminosa que hemos heredado las mujeres quiso ser convertida en recuerdos imaginados, en delirios histéricos y en desordenes identitarios.
Las flores surgen inquietantes en mis preguntas porque detenerme en ellas sin obviedad me ha mostrado algo de mí que no tiene palabras para ser descrito. Las palabras torpes, cortas y descriptivas que acompañan aquella inquietud sobre mi relación con las plantas tienen que ver con el buen cuidado que les doy o el buen entendimiento que tenemos, algo que materialmente es indiscutible pues se les ve bien bajo mi cuidado. Sin embargo, una fascinación otra acompaña esta sensación.
La naturaleza en su expresión, tal vez, más colorida: las flores, nos devuelve el contenido del origen, una activación del recuerdo, una posibilidad de integrar algo que sentimos y no esta materialmente dispuesto para nosotras. Las flores permiten movimiento, porque nos recuerdan algo del origen y nos permite integrar lo interno o lo que está dentro, con lo que está afuera y en lo alto, con lo mistérico. Marta Cecilia Vélez devela con claridad esto: Si hemos de iniciar con el origen, que siempre busca narrar algo que se supone por fuera de la historia, debemos empezar aludiendo a la naturaleza, la cual en el ciclo completo de su nacimiento, transformación, muerte y renacimiento, nos envía de manera constante a su presencia asombrosa, a su misterio, a la total espera de una entrega que no se mediatiza únicamente por la palabra o el logos, sino, y fundamentalmente, por el asombro ante aquello que, manifestado como exterior, nos reenvía una y otra vez a lo interior.[4]
La Madre María como figura de mujer inmaculada, es la que nos recuerda que una mujer ha concebido cuerpos sin coito y conceptos sin falo, con esta situación evita el contrato sexual, reconociendo la unión como unión mística, madre clitórica que no conoce varón: independencia simbólica del patriarcado.[5]
María la gran Madre conocida desde la religión católica, si bien ha pertenecido a esta tradición, ha sido mirada por muchos siglos con dudas, ciertas ambivalencias se han presentado respecto de su presencia y su figura para los y las fieles. Independientemente de que solo hasta el siglo XIX se proclamará el dogma de la inmaculada concepción al interior de la iglesia, María Madre había ya representado una figura de autentico amor que no requirió de la aprobación de los padres de la iglesia.
La Gran Madre María de Nazareth hace parte de la tradición de las diosas madres universales, aquellas que han jugado como figuras genealógicas en la experiencia de las mujeres en el presente, conociendo o no de su existencia. Cuando se establecían los fundamentos de la tierra, con la presencia de la Gran Madre se ordenó todo, compañera de la creación y creadora, descifró la armonía sin prescindir o rechazar el caos. Ella que en su nombre lleva la luz, el mar y la belleza anuncia el amanecer, el principio, estrella de la mañana que proclama la vida, al mismo tiempo que la da.
María de Nazareth ha sido una presencia inagotable durante siglos, como Gran Madre hace parte de la historia del gran tejido de mujeres a las que me he referido en párrafos anteriores; las diosas precristianas de la mitología babilónica, egipcia, griega, sumeria, africana, mexica. María en sus innumerables formas y advocaciones al igual que todas ellas, son comparadas y representadas por las flores. En esa expresión de la vida, las diosas madres dejan rastro del principio, dejan a lo humano un rastro de tremenda obviedad que se suele soslayar.
La María madre de Nazareth ha sido vinculada a las flores, entre ellas existen innumerables leyendas que las relacionan. Se conoce del gusto de María por las rosas, además de que representan a la madre sin coito, mujer inmaculada por haber sido concebida por Santa Ana y San Joaquín sin pecado original. El lirio o azucena, que acompañó a María desde la anunciación, ha sido entendido como la pureza y la virginidad, también la han acompañado en sus infinitas representaciones el girasol, pues es la flor sigue al sol, lo que se ha interpretado como analogía de la devoción a la Divinidad femenina.
Las flores son símbolo de crecimiento, renovación y belleza de ahí que en la mitología griega la diosa Deméter, a la que ya me referí en párrafos anteriores, que representa la fertilidad y la cosecha, se asocie con el narciso y el iris. En la mitología romana, la diosa Flora que representa la primavera y la floración, se asocia con la rosa y la margarita, en la mitología egipcia la diosa Isis se asocia con la flor de loto por su relación con la maternidad y la fertilidad.
Es evidente e inocultable que La Diosa Madre no necesita templos o estatuas porque está en el todo, se vive a diario y se percibe siempre y cuando la apertura del alma lo permita. Por ello, la intuición entraña aquella comunicación con la vida más profunda, con aquel delicado equilibrio que se percibe desde una intención de conciencia iluminada.
Las flores, las plantas y demás manifestaciones han sido, en todo caso, lugar de amor para espíritus libres: San Francisco predicaba a las flores, y ordenó que se reservara una parcela para su cultivo cuando se construyera el jardín del convento, “para que todos cuantos las vieran recordaran la Dulzura Eterna”.[6] Teresa de Jesús cuando describe sus inicios en la práctica de la contemplación muestra que la naturaleza es mediación en la unión con la Divinidad, recuerdo de su amor y comprobación de su existencia, por ello dice: “ver campo u agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Criador”.[7]
Hildegarda Von Bingen la santa abadesa benedictina y mística del siglo XII, consideraba las flores como símbolos de la belleza y la perfección de Dios en la naturaleza. Creía que las flores contenían una energía vital que podía ser utilizada para curar y equilibrar el cuerpo y el espíritu. Por ejemplo, dijo que el aroma de las flores tenía la capacidad de elevar el ánimo y mejorar la salud del espíritu y del cuerpo. Hildegarda también creía que cada flor tenía una personalidad única y una virtud especifica que podía utilizar para tratar diversas enfermedades, decía que la rosa era una flor suave y amorosa que podía ayudar a calmar la mente y el corazón, mientras que la violeta “modesta y humilde” podía ser utilizada para tratar la timidez y la ansiedad. La rosa es una flor fría para Hildegarda, por ello, contiene el atributo de la moderación. Si los humores están desequilibrados, los pétalos de rosa ayudaran en el restablecimiento de su armonía, “quien es propenso a la ira, debe tomar algo de rosa…”[8]
El aspecto simbólico, mistérico y espiritual que estas místicas vieron en las flores hace parte de la gran tradición de conocimiento femenino que ha querido ser tachada como imaginería o superchería.
Hadewijch de Amberes mística y escritora flamenca del siglo XIII, compara la amistad espiritual con una flor, diciendo que, así como una flor necesita cuidado y atención para crecer y florecer, la amistad espiritual también necesita ser nutrida y cultivada para prosperar. Esta mística compara en algunos de sus poemas el amor divino con un jardín lleno de flores:
Pronto la primavera
hará florecer los campos.
Así harán los corazones nobles
elegidos para el yugo del Amor;
la fe en su alma florece
y lleva su fruto de nobleza.
Solo la fidelidad penetra
el sentido divino de la palabra.
el amor, firme en lo alto,
Une para siempre a quienes se unen…[9]
Cada flor del jardín representa una virtud o un aspecto del amor divino, como la humildad, la paciencia o la compasión. Al cuidar el jardín del amor divino las flores pueden crecer y así experimentarse una unión más profunda con Dios.
Las místicas y su escritura, especialmente lo consignado en la poesía, son un recordatorio de los símbolos y huellas que dejó la adoración a la Diosa Madre o gran Diosa. Con la poesía mística se pueden develar elementos que han pretendido borrar y que pueden constituirse como un nuevo orden simbólico de libertad. Basta leer este pequeño fragmento del poema III de Hadewijch de Amberes:
…Tan pronto humillado, tan pronto exaltado,
oculto ahora, revelado después;
para ser colmada por Amor un día
hay que correr riesgos y aventuras
hasta alcanzar
el punto en que de degusta
la pura esencia de Amor.
Tan pronto ligero, tan pronto pesado,
Oscuro ahora, claro después;
En la dulce paz, en la asfixiante angustia
Dando y recibiendo,
ésa es la vida de aquellos
que se pierden
en los caminos de Amor.[10]
Los registros de amor ofrecidos a la naturaleza por parte de las mujeres en la escritura son innumerables, no cesa aquella intención de recordar y dejar plasmado el dulce encanto de la Diosa Madre y su profunda sapiencia. Aquella inmensa madre que dio nombre y vida a todo lo que ahora existe ha sido exaltada cuando la naturaleza es admirada y tenida como fuente de conocimiento, de ahí que poetas como Emily Dickinson tomen como verso a la rosa dejando así más motivos para rememorar la magia de aquellas que saben y que han dejado su rastro para nosotras. No olvidarlas es nuestra protección, no ocultarlas es, tal vez, nuestra ruta.
1357
Rosa, pequeña, y puntual
aromática, humilde,
escondida en abril,
espontánea en mayo,
querida por el musgo,
conocida por la loma,
junto al petirrojo
en toda alma humana,
pequeña belleza aguerrida
engalanada contigo
la naturaleza renuncia
a la antigüedad.
(Con la primera epigaea)[11]
La Diosa Madre es la guardiana de la interioridad, lugar al que casi siempre las escritoras místicas quieren conducirnos. Ellas nos permiten el contacto con la gran madre, no a través de la nostálgica ausencia o de la conciencia de la perdida humana tan brutal y desgarradora que tuvimos, sino, a través de aquello misterioso que habita en nosotras y que intentamos poner en circulación: el poema, la intuición, el sueño revelador, la epifanía o la iluminación.
La escritura mística en lengua materna como la nombró la filósofa italiana Luisa Muraro no muestran el dolor o el aniquilamiento, sino la grandeza y el aprecio por una genealogía de conocimiento que sostiene la vida y es dadora de esta. Por ello, es posible que con lo ofrecido por las místicas se repare la escisión y se colme la sensación, real, por cierto, de segregación que solemos experimentar las mujeres en una cultura donde los hombres se han encargado de perpetuar sus símbolos a costa de la muerte, mientras que la degradación de los símbolos femeninos ha acompañado su delirio. Son ellos los que han efectuado un movimiento divisorio que separó aquello que originalmente estaba unido.
[1] Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, Los hijos de la gran diosa. Piscología analítica, mito y violencia. Universidad de Antioquia, 2000, pág. 183.
[2] La filosofa colombiana Marta Cecilia Vélez (QEPD) plantea que el período estructurado fundamentalmente en torno a la adoración de la Diosa constituye gran parte de la memoria sobre la cual se levantó el mundo simbólico que hoy determina nuestras maneras y modos de habitar el mundo.
[3] Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, pág. 194
[4] Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, pág. 197
[5] Conferencia MM Rivera, El placer que cura el almacorporal femenina, XI Coloquio Internacional del Seminario Permanente sobre Literatura y Mujer: Mujer y poéticas de la salud ofrecido por la UNED, Madrid, 16 de marzo del 2023.
[6] Evelyn Underhill, La mística, Estudio de la naturaleza y desarrollo de la conciencia espiritual, prologo Juan Martín Velasco, Editorial Trotta, Centro internacional de estudios místicos, 2006, Madrid, pág.248
[7] Teresa de Jesús, Libro de la Vida, Cap, IX, 5, en Obras Completas, pág.64.
[8] Santa Hildegarda de Bingen, Libro de Medicina Sencilla Physica, Libro sobre las propiedades naturales de las cosas creadas, Edición de Rafael Renedo, Akrón-EEC, 2009, 1ra edición Kindle, ISBN: 978-84-92814-30-5.
[9] El lenguaje del deseo, Poemas de Hadewijch de Amberes, fragmento del poema VII, Edición y traducción de María Tabuyo, editorial Trotta 1999, pág. 76.
[10] El lenguaje del deseo… op.cit, pág. 67.
[11] Emily Dickinson, Herbario y Antología botánica, selección y traducción de poemas Eva Gallud. Herbario recolectado entre los años 1839-1846, editorial Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid 2022, pág. 53.